En las campanadas de nochevieja, en la televisión pública controlada por socialistas que viven en 1934, una supuesta actriz sin talento, una señora pasada de kilos, hacía mofa de Nuestro Señor Jesucristo.
Dios le dará su merecido si no se arrepiente.
Mientras tanto, veamos cuál debe ser la actitud del católico ante la blasfemia.
Como todos sabrán, el señor que vemos a la
izquierda en la imagen es San Nicolás, que abofetea a Arrio, con casulla y
mitra azul, en el Concilio de Nicea (año 325 dC). ¡Un obispo golpeando a otro
obispo! Cuenta la
tradición que San Nicolás no medió ni palabra con Arrio, sino que nada más
encontrarle le abofeteó en el rostro por haber adulterado la doctrina católica:
Arrio negaba la divinidad de Cristo, en una postura
incompatible con la auténtica fe cristiana.
¿Qué pretendo apuntar con esta historia, bien conocida? Que la falsa doctrina y la ofensa contra Dios son temas de primera importancia. Que no vale minimizarlos por el bien del “diálogo”, sino que es necesario combatirlos con todas nuestras fuerzas. Entre falsos respetos, tolerancia y diálogo, a veces puede que no seamos conscientes de que el verdaderamente ofendido es Dios, y que no hay cálculos posibles que justifiquen relativizar la blasfemia. La blasfemia (del griego βλασφημία: blasphemía, 'injuriar', y pheme, 'reputación') significa etimológicamente 'palabra ofensiva, injuriosa, contumeliosa, de escarnio', pero en su uso estricto y generalmente aceptado, se refiere a 'ofensa verbal contra la majestad divina'. La blasfemia consiste en proferir contra Dios (interior o exteriormente) palabras de odio, de reproche o de desafío. Y se extiende también a las palabras contra la Iglesia, los santos y las cosas sagradas. Se aplica también a las acciones ofensivas contra Dios, como la reciente ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos, ante la cual se han dado entre miembros de la Iglesia Católica respuestas que van desde el clamoroso silencio a condenas rotundas, pasando por superficiales ofertas de tolerancia y diálogo regadas de pueriles y subjetivos apuntes sobre los gustos personales de quien interpreta para los demás lo que presenció.
Por eso, el P. Gabriel Calvo
Zarraute afirmaba en un programa de La
Sacristía de la Vendée que desgraciadamente sería impensable ver hoy
escuchar palabras similares a las de grandes santos de la historia de la
Iglesia, como resultado de la suplantación de la verdad por la autoridad y de
una mala comprensión de la verdadera obediencia en la Iglesia, que incluye la resistencia
a los errores de los pastores, también al Sumo Pontífice. El caso paradigmático
es el de San Pablo, quien, reconociendo la primacía de San Pedro, resistió sus
errores y le confrontó: “cuando Cefas llegó a Antioquía, yo le hice frente porque su conducta
era reprensible” (Ga 2, 11).
Según la explicación de la Tradición patrística y escolástica de este hecho
(San Agustín y Santo Tomás de Aquino), San Pedro había pecado venialmente por
fragilidad, por retomar la observancia de las ceremonias legales del Antiguo
Testamento, para
no escandalizar a los judíos convertidos al Cristianismo, provocando con esto
el escándalo entre los cristianos provenientes del paganismo.
Porque la santa ira es justa cuando se tiene claro que no es tolerable la ofensa contra Dios, venga de dentro o de fuera de la Iglesia. Y el modelo es siempre Dios mismo, que castiga la ofensa cometida contra Él. El P. Javier Olivera Ravasi recogía en Infocatólica unas palabras muy pertinentes al respecto de Juan Manuel de Prada, quien afirma que “ Jesucristo fue el Cordero de Dios, pero también el León de Judá; y de sus rugidos y zarpazos están llenos los Evangelios (…). Cuando leemos los Evangelios descubrimos, por ejemplo, que Jesús empleaba palabras consoladoras para sanar a los afligidos; pero descubrimos que también empleaba silencios enigmáticos, respuestas irónicas, parábolas terribles, discursos airados y hasta arrebatos coléricos. Jesús se revuelve viril y enojado contra los hombres cuando los sorprende en falta, los maldice e increpa con palabras acres, los reprende sin paños calientes y, llegado el caso, se lía a zurriagazos con ellos. Esta santa ira nos sobrecoge a veces por su ferocidad (…); Jesús no tiene empacho Jesús en llorar amorosamente sobre la ciudad que está a punto de inmolarlo; pero tampoco tiene empacho en profetizar que Cafarnaum y Betsaida padecerán mayor condena que Sodoma. A la higuera estéril la maldice, aunque como el mismo evangelista reconoce «no era tiempo de higos». A los mercaderes que se habían instalado en el atrio del templo los expulsa sin miramientos, armado de un látigo. Y a los fariseos les lanza una portentosa filípica, sin recatarse de acribillarlos con las palabras más gruesas e injuriosas: «Raza de víboras, sepulcros blanqueados», etcétera. También a lo largo del Antiguo Testamento caen fulminados quienes ofenden a Dios.
Entre los santos, el mismo san Francisco de Asís, convertido hoy en la caricatura de un santo ecologista y dialogante con los musulmanes, afirmó que el uso de la violencia está justificado cuando se trata de la defensa de la fe, la justicia y la patria.
La única opción ante las ofensas contra Dios es seguir el contundente ejemplo de Dios mismo en las Sagradas Escrituras y de estos santos. Orar, pedirle perdón, reparar; combatir el error. Pero nunca dialogar con él ni tolerarlo. Por la gloria de Dios y por la salvación de las almas.
Porque la santa ira es justa cuando se tiene claro que no es tolerable la ofensa contra Dios, venga de dentro o de fuera de la Iglesia. Y el modelo es siempre Dios mismo, que castiga la ofensa cometida contra Él. El P. Javier Olivera Ravasi recogía en Infocatólica unas palabras muy pertinentes al respecto de Juan Manuel de Prada, quien afirma que “ Jesucristo fue el Cordero de Dios, pero también el León de Judá; y de sus rugidos y zarpazos están llenos los Evangelios (…). Cuando leemos los Evangelios descubrimos, por ejemplo, que Jesús empleaba palabras consoladoras para sanar a los afligidos; pero descubrimos que también empleaba silencios enigmáticos, respuestas irónicas, parábolas terribles, discursos airados y hasta arrebatos coléricos. Jesús se revuelve viril y enojado contra los hombres cuando los sorprende en falta, los maldice e increpa con palabras acres, los reprende sin paños calientes y, llegado el caso, se lía a zurriagazos con ellos. Esta santa ira nos sobrecoge a veces por su ferocidad (…); Jesús no tiene empacho Jesús en llorar amorosamente sobre la ciudad que está a punto de inmolarlo; pero tampoco tiene empacho en profetizar que Cafarnaum y Betsaida padecerán mayor condena que Sodoma. A la higuera estéril la maldice, aunque como el mismo evangelista reconoce «no era tiempo de higos». A los mercaderes que se habían instalado en el atrio del templo los expulsa sin miramientos, armado de un látigo. Y a los fariseos les lanza una portentosa filípica, sin recatarse de acribillarlos con las palabras más gruesas e injuriosas: «Raza de víboras, sepulcros blanqueados», etcétera. También a lo largo del Antiguo Testamento caen fulminados quienes ofenden a Dios.
Entre los santos, el mismo san Francisco de Asís, convertido hoy en la caricatura de un santo ecologista y dialogante con los musulmanes, afirmó que el uso de la violencia está justificado cuando se trata de la defensa de la fe, la justicia y la patria.
La única opción ante las ofensas contra Dios es seguir el contundente ejemplo de Dios mismo en las Sagradas Escrituras y de estos santos. Orar, pedirle perdón, reparar; combatir el error. Pero nunca dialogar con él ni tolerarlo. Por la gloria de Dios y por la salvación de las almas.
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