El sábado 30 de noviembre fue ordenado obispo de Sant Feliu, diócesis sufragánea de Barcelona, el dominico Xabier Gómez.
Miren atentamente la fotografía, porque es un resumen de la situación agónica de la Iglesia en Cataluña: el recién creado obispo, con un uniforme retro-progre setentero inmaculado: báculo ridículo de madera (que parecía más bien un cucharón), anillo de Tucum (por aquello de la “Iglesia pobre para los pobres”), y pectoral a la moda para parecer humilde. A la izquierda del obispo en la imagen, la abadesa de Montserrat, sin velo, junto a otra monja de su cenobio.
El P. Charles Murr narra en su
fascinante libro “Asesinato en el grado 33” cómo el cardenal que elegía a los
obispos en tiempos de Pablo VI era masón, y por tanto solamente elegía a lo
peor del progresismo. Y como el papa Francisco pareciera haber hibernado desde
1970 hasta 2013, cual conde Drácula que se levanta de su sarcófago cuatro
siglos después de su apostasía, opera siguiendo la misma línea. Sólo tenemos
que fijarnos en el aquelarre de obispos y cardenales modernistas nombrados
hasta ahora; y no sólo eso: parece más bien que elige a lo peor de cada casa.
Después del conservador Juan
Pablo II y de un papa que pretendió abrir a la Iglesia post-conciliar a la gran
tradición bimilenaria del cuerpo místico de Cristo, llegó este personaje
indescriptible a la silla de Pedro, que no ha dejado de crear perplejidad desde
su salida a la logia vaticana a saludar, ignorando y despreciando la tradición
de los pontífices anteriores a él. En su misma línea, el flamante nuevo obispo
de sant Feliu ha dicho no querer un escudo episcopal.
En una lógica católica, todo esto,
además de no tener sentido, es doloroso. Pero si uno se da cuenta de que son
sujetos que no operan según la fe católica, entonces todo es coherente (aunque
igualmente doloroso). Lo explicó a la perfección el bloguero Wanderer: los
obispos tienen otra fe.
Esto, sin embargo, no es algo
nuevo; como afirma el sacerdote Gabriel Calvo Zarraute, Francisco no es la
causa, sino la consecuencia de un proceso, una dinámica de siglos; que comenzó
con la herejía protestante (ella misma con sus propios antecedentes), y de la
cual tanto el Concilio Vaticano II como Francisco son consecuencias lógicas,
con la infiltración del modernismo hasta la más alta jerarquía eclesial.
Vean si no al dominico vasco
nombrado para la sede de sant Feliu. No es un “bisbe català”, pero es vasco,
“de las periferias” peninsulares; nacionalista, para más señas, dejándolo claro
desde sus primeras alocuciones para tranquilizar al rebaño
nacional-progresista. Progresista hasta las cejas, como muestra la hemeroteca,
y especializado en uno de los temas favoritos de Francisco: la causa de
promoción de una política de puertas abiertas hacia la invasión musulmana que
tiene como objetivo la sustitución poblacional en Europa. No en vano, Francisco
llamó a Roma no hace mucho al cardenal Cobo de Madrid y al obispo Gómez de Sant
Feliu, que nada tienen que ver a priori el uno con el otro más que el hecho de
ser posiblemente los hombres del papa en “pastoral migratoria”, que de eso iba
el encuentro.
El único consuelo es saber que
las puertas del infierno no prevalecerán. Y que en un par de generaciones podrá
certificarse la defunción por falta de reemplazo de esta iglesia progre
independentista.
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