He ido tomando conciencia muy
despacio de esta realidad. Comencé dándome cuenta de que, en la parte de la
Misa llamada “liturgia de la Eucaristía” en el Misal de Pablo VI, el sacerdote
no estaba hablando a los fieles, sino a Dios Padre. No es tan fácil darse
cuenta, puesto que se trata de disociar la actitud usual de la mayoría de sacerdotes,
con miradas constantes a los fieles, de las palabras que pronuncia.
A muchos les parecerá una perogrullada, pero no creo que fuera la única en mi parroquia que vivía tranquilamente en esa inopia. A la toma de conciencia de que el sacerdote hablaba con Dios Padre llegó enseguida la perplejidad de ver cómo hablaban muchos sacerdotes con Dios: alterando las palabras dadas por la Iglesia, despreocupadamente o a la velocidad de la luz, etc. A ello se sumó el pensar que, de hecho, es muy incoherente que el sacerdote tenga que estar mirando a la congregación cuando está hablando con Dios, puesto que cualquier pequeño movimiento desde los bancos puede distraerle.
En un momento determinado comencé
a asistir a Misas celebradas por el vetus ordo, donde pude contemplar, Misa
tras Misa, a diferentes sacerdotes profundamente inclinados sobre la forma y el
cáliz durante el canon, susurrando, arrodillándose repetidamente, y elevando la
Hostia consagrada y el Cáliz. Y entonces comencé a pensar en el sacerdote ofreciendo
al Padre el sacrificio de Cristo en el Calvario, puesto que no fue hasta que
descubrí la tradición de la Iglesia que no supe que la Misa es la actualización
incruenta del sacrificio de Cristo en la cruz. Hasta entonces, pensé que se
trataba de un memorial, una especie de recuerdo, de la institución de la
Eucaristía en la Última Cena.
Sólo muy recientemente caí en la
cuenta de que no es el sacerdote quien ofrece a Cristo al Padre, sino que es
Cristo mismo quien se ofrece al Padre, en la actualización de aquel acto que
ocurrió una vez para siempre. Y Cristo, víctima y sacerdote, está ofreciéndose
inmolado sobre el altar en la persona del ministro ordenado por la Iglesia.
Una vez comprendido así, todo
cobra sentido, por una parte (la unión de la Última Cena y el Calvario), y
aparece entonces la pena ante los
sacerdotes que tanto se esfuerzan por mostrar su personalidad y su creatividad
durante la celebración de la Misa, puesto que eso significa que no son conscientes de que actúan in persona Christi.
Huelga decir que a esto
contribuye el empobrecimiento que supone el Misal de Pablo VI respecto a las
oraciones que reza el sacerdote durante la Misa en comparación con el vetus
ordo, así como el empleo de la lengua vernácula y el desconocimiento del latín;
la estructura misma de la Misa, sustituyendo la “Misa de los fieles” por la
“liturgia de la Eucaristía” y el ataque perpetrado sobre el Ofertorio en la
reforma litúrgica de los años 1960 – de la que espero hablar la próxima semana.
Con todo esto, los reformadores escamotearon no sólo a los fieles, sino también
a los sacerdotes, el sentido y significado de la Misa. Recuerdo el impacto que
me produjo recientemente el descubrimiento de la etimología de la palabra Hostia: en latín, la hostia es la víctima para el
sacrificio. Estoy recibiendo clases particulares de latín solamente con el
objetivo de comprender la liturgia, y pocas semanas atrás leíamos el salmo 95:
“Tóllite hóstias, et introíte in átria eius”; la traducción al español dice
“entrad en sus atrios trayéndole ofrendas”. Aquí, de nuevo, aparece otra
constante actual, que son las malas traducciones a las lenguas vernáculas: el
texto en español no especifica qué ofrendas, cuando la palabra en latín
“hostia” ya significa en sí misma, específicamente, víctima para el sacrificio.
¿Saben eso la mayoría de sacerdotes, que tienen incluido en su programa de
estudios la lengua latina?
Esa pérdida del sentido de la
Misa y de la conciencia de que el
sacerdote actúa in persona Christi durante el santo Sacrificio del Altar
lleva a Martin Mosebach a reflexionar en su obra “The heresy of formlessness”
sobre la pregunta que se hacen muchas personas de si no es posible todavía
celebrar digna y reverentemente la nueva liturgia del Papa Pablo VI.
“Naturalmente que es posible – responde Mosebach -, pero el mismo hecho de que
sea posible es el argumento de más peso contra la nueva liturgia. Se ha dicho
que la monarquía muere cuando se hace necesario que un monarca sea competente:
esto se debe a que el monarca, en el sentido antiguo, está legitimado por su
nacimiento, no por su talento. Esta observación es aún más cierta en el caso de
la liturgia: el toque de difuntos de la liturgia suena una vez que se requiere
un sacerdote santo y bueno para llevarla a cabo. Los fieles nunca deben considerar la liturgia como algo que el
sacerdote hace con su propio esfuerzo. No
es algo que suceda por buena fortuna o como resultado de un carisma o mérito
personal. Mientras dura la liturgia, el tiempo se suspende: el tiempo
litúrgico es distinto del tiempo que transcurre fuera de los muros de la
iglesia. Es el tiempo de la Gólgota, el tiempo del único y solo Sacrificio; es
un tiempo que contiene todos los tiempos y ninguno. ¿Cómo se puede hacer ver a un hombre que abandona el tiempo presente si
el espacio en el que entra está totalmente dominado por la presencia de un
individuo concreto? Qué sabia era la
antigua liturgia cuando prescribía que la congregación no viera el rostro del
sacerdote, ni su distracción o frialdad, ni (lo que es aún más importante) su
devoción y emoción”.
En el
Antiguo Testamento, Dios instituyó a los sacerdotes de entre la tribu de Leví –
y, dentro de ésta, en concreto a Aarón y sus hijos varones -, separándolos del
pueblo, como «mediadores» entre Dios y
los hombres, para presentar los
sacrificios de los hombres ante Dios, ofrecidos para la purificación de los
pecados del pueblo judío. Este sacerdocio era incapaz de lograr la
santificación definitiva del pueblo; era un sacerdocio imperfecto, en que el
mismo sacerdote, pecador también, debía expiar primero sus pecados y después,
los del pueblo. Jesucristo fundó un sacerdocio en el que
participan los sacerdotes de la Nueva Alianza, basado en el principio Sacerdos
alter Christus: el sacerdote es otro Cristo.
La grandeza del sacerdote radica en el hecho de que posee, por el carácter
sacerdotal, una participación en el mismísimo sacerdocio de Cristo. La
consideración de Cristo-Sacerdote es la única forma de acceder a la verdad y
grandeza del sacerdocio católico. Jesucristo
es el sacerdote por excelencia, y hasta el fin de los tiempos, los
sacerdotes de este mundo solo recibirán una parte de Su poder: Él es la fuente
única de todo el sacerdocio. A
diferencia de cualquier otro sacrificio, y especialmente de los sacrificios del
Antiguo Testamento, en el sacrificio de la Nueva Ley, el sacerdote también es
la hostia ofrecida. El sacrificador y la víctima están unidos en una sola y
misma persona.
Por todo lo dicho, insisto en que
siento pena por los sacerdotes que necesitan ser creativos y mostrarse
simpáticos en Misa, pero también por aquellos que seleccionan a su antojo las
vestiduras litúrgicas, prescindiendo de algunas de ellas para la celebración de
la Misa, y por los sacerdotes que no
celebran la Misa diariamente; por los sacerdotes que consideran normal (como consecuencia de las
enseñanzas en los seminarios en los últimos sesenta años) la administración de
los sacramentos sin reverencia alguna, la comunión en la mano y el hecho de que
la gran mayoría de fieles no pasen nunca por el confesionario (con la
posibilidad que ello implica de dar comuniones sacrílegas). Porque, bien sea
porque no tenían vocación al sacerdocio o porque se la han deformado en el
seminario, no saben quiénes son. No
saben qué significa ser sacerdote: ser apartado del pueblo, ser el puente
entre Dios y los hombres, ser el sacrificador.
En el libro del que hablábamos
hace unos días, “Una renovación divina”, el sacerdote canadiense James Mallon
explicaba cómo procedía cuando un joven venía a consultarle sobre su posible
vocación al sacerdocio. El P.
Mallon identifica como un signo de la llamada al sacerdocio el deseo ardiente
de predicar la Palabra de Dios, su anhelo de celebrar la Misa y de administrar
a los fieles los sacramentos. Y argumenta creo que muy certeramente que no se
puede considerar vocación al sacerdocio católico el deseo de una vida más
intensa de oración o de realizar tareas de apostolado, de anunciar a los
jóvenes el mensaje católico, etc, puesto que éstas son tareas que puede
realizar cualquier bautizado. ¿Creen ustedes que se siguen estos criterios en
la admisión a los candidatos al sacerdocio en los seminarios diocesanos?
Un varón que ingresa en el
seminario creyéndose llamado por Dios para estar con los jóvenes y
evangelizarlos está confundido con respecto a la esencia de la vocación al
sacerdocio. Y lo peor es que en la mayoría de seminarios no sólo no corrigen
ese error, sino lo que amplifican. Por eso, insisto, siento pena por los
sacerdotes confundidos. Pero no me malinterpreten: siento pena porque, en el
fondo, estos sacerdotes confundidos no saben lo que hacen, porque están
totalmente confundidos en su sacerdocio y, en muchos casos acaban frustrados.
Pero también siento indignación ante los malos pastores, a los que la
ignorancia de su condición no les libra de la culpa de la negligencia y la mala
predicación; y ante los obispos que deforman y en ocasiones ahogan la verdadera
vocación al sacerdocio de los candidatos y, además, permiten que muchos de sus
sacerdotes cometan abusos litúrgicos y no los sancionan, pero luego vigilan con
lupa a los sacerdotes buenos, abnegados y que sí saben qué significa su
sacerdocio.
El bloggero Wanderer se preguntaba el pasado 2 de septiembre si la Iglesia se acaba. La clave para acabar con la Iglesia es la destrucción del sacerdocio ordenado. Si se quiere destruir la Iglesia, “sólo” hay que destruir al sacerdote. Una manera de destruirle es no enseñando a los seminaristas qué es ser un sacerdote; no decirle lo que es la Santa Misa, hacerle ver que no está obligado a celebrar la Misa diariamente, hacerle creer que es uno más, un coach, un líder de jóvenes y otras mil cosas para las cuales no necesitaría ser un ministro ordenado. Enseñarle todas las cosas, menos su identidad real. Asusta pensar en que esto no son solamente las malas intenciones de masones infiltrados desde hace décadas en la Iglesia, sino que hay una inteligencia superior detrás de este apuntar certero hacia lo que hace que, si cae, se desmorone todo el edificio de la Iglesia. El consuelo y la esperanza es que Nuestro Señor nos prometió que las puertas del Hades no prevalecerán.
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